22 de juny 2016



Lectura de guías y guías de lectura: ¿pueden servir de algo?



Voy a hacer dos confesiones. Una: cuando era niño me entretenía leer las guías telefónicas. Tomaba aquellos gruesos volúmenes y los recorría prestando atención a la combinación de nombres y apellidos, y me detenía en hurgar las direcciones de algunos nombres. Era un pasatiempo. Me entretenía, sí, me agradaba. Lo hacía en secreto. Dos: la primera vez que leí La Ilíada no me gustó. Lo hice por obligación, en el liceo, bachillerato, quinto año. No le encontré ningún encanto. Luego, hace ya algunos años, leí por ahí que La Ílíada podía ser leída como una gran “guía telefónica” de los héroes griegos: una gran lista de nombres. Esa sola idea me entusiasmó a tal punto que pude volver a leer La ilíada, maravillado por imaginar que de última podía ser una gran lista: leer con ese vértigo que efectivamente da la lectura de las listas.


A qué voy con lo anterior: quiero sustentar que los motivos por los que una persona se presta a leer algo, cualquier cosa, pueden ser de la más diversa índole. Los caminos del lector son inescrutables. Pero que la lectura no se corte, que no se detenga, que no se abandone, depende también de lo que está escrito. El lector lleva sus motivos, pero si las letras sobre el papel no sostienen esa motivación, no hay actitud que valga.
Todo esto va a cuento de reflexionar sobre la utilidad de las guías de lectura que se confeccionan en el medio editorial de la LIJ o en los medios docentes de la educación primaria y secundaria para fomentar la lectura de libros.
Tengo dos experiencias personales al respecto. Una, es la guía de lectura que confeccionaron dos maestras contenidistas del Plan Ceibal para facilitar la lectura del libro de poemas, Garabatos y ringorrangos. La otra es una guía de lectura que confeccionaron en la editorial Edelvives para facilitar la lectura de la novela Suerte de colibrí. No voy juzgar la calidad de estos materiales, entre otras razones porque no tengo la experiencia docente que me permitiría evaluarlos correctamente. Pero sí quería reflexionar aquí, e invitar a otros a reflexionar, sobre su posible utilidad: no la utilidad de esos dos materiales en particular, sino la de las guías de lectura y la de esos recursos didácticos en general.
Sé que hay personas del mundo de la LIJ, a quienes respeto mucho, que se oponen radicalmente a este tipo de guías. Sostienen que entre el lector y el libro no debe interceder ningún tipo de material que guíe (que condicione, que conduzca, que convierta en tarea) la lectura. Sostienen que los libros de literatura no merecen ser reducidos, simplificados, descuartizados, analizados, para facilitar, primero al docente, luego al estudiante, su lectura. Sostienen que solo el deseo, la búsqueda del placer o la curiosidad han de ser la auténtica guía que conduzca al lector por los meandros de los libros. En tal sentido, el uso escolar del libro, o mejor dicho, su escolarización mediante guías que hacen uniforme la lectura, no favorece ni al libro ni al lector.
También sé que hay otras personas del mundo de la LIJ, a quienes también respeto mucho, que sostienen que la demanda por parte de la escuela de ese tipo de materiales tiene que ser atendida. Para las editoriales es fundamental el mercado escolar, y si las guías facilitan la penetración del libro en las aulas y son una forma de promoverlo entre los docentes, entonces las guías son un material válido. Pero no sólo lo piensan en términos mercantiles, sino que también enfocan la confección de esos recursos didácticos en vistas al trabajo de mediación que llevan adelante los docentes. Trabajo de mediación que, más en general, y  por suerte, también es asumido por algunas editoriales.

Ángel de terracota en la Capilla de Watts, 1896. Fotografía: Rolling Harbour.
En verdad que no tengo una posición definitiva sobre este punto: guías sí, guías no. No tengo una posición definitiva sobre la utilidad o no de estas guías y de estos recursos didácticos. No obstante, en principio no soy de oponerme a ningún instrumento que pueda llegar a abrir un pasaje por el cual pase el lector para acceder a la lectura. Como decía antes, nunca se sabe bien, y es difícil de averiguar, qué es lo que lleva a un lector hacia un libro determinado. Hay como algo laberíntico allí.
¿Por qué ese lector hace un recorrido y no otro? ¿Por qué se interesó en tal libro y desechó tal otro? Difícil de saberlo, entre otras razones, porque a menudo es difícil que lo sepa el propio lector. ¿Por qué me atrapaba leer guías de teléfono y no me gustó La Ilíada cuando me enfrenté con ella por primera vez? No lo tenía claro en ese entonces. Y muy a menudo me sucede que no sé muy bien por qué estoy leyendo tal cosa en lugar de tal otra. Cuando logro acceder a una lectura que me agrada y me enriquece, siempre agradezco al azaroso factor que me llevó hasta ella: el comentario de algún amigo, una guía de lecturas, un paratexto casualmente encontrado entre otras lecturas, una idea tan ocasional como la de que se puede leer La Ilíada como una guía telefónica, etc.
Pienso, sí, que en la medida que las guías de lectura, o los recursos didácticos que se utilizan en las aulas apuntan a una determinada utilidad tan específica como la de favorecer la lectura, entonces estaría muy bien que las mismas se evalúen, más allá de que yo no sepa cómo hacer eso. Todos los instrumentos que se ponen a disposición de los docentes deberían ser evaluados en su utilidad: esto, en primer lugar, por el usuario. Y si sirven para su cometido, bienvenidos sean. Y si no sirven, que se desechen.
Pensar que todos los docentes deberían “amar” la literatura, y que en esa actitud deberían encontrar toda la fuerza de motivación necesaria como para contagiar esa afición hacia el conjunto de los alumnos es algo tan ilusorio como pensar que todos los docentes deberían “amar” las matemáticas o las ciencias físicas, y hacerlo de manera igualmente contagiosa. No necesariamente es así, porque no todos los docentes tienen los mismos intereses o aficiones. Y como no es así, preferiría que si un docente no tiene por una materia todo el afecto que ella requeriría para contagiar entusiasmos, al menos que tenga, sí, las prótesis oportunas en las que apoyarse para trabajar del mejor modo posible en su tarea educativa: buenas guías para acercar las matemáticas a los niños, buenas guías para acercar los libros de literatura a los niños. Todo esto no quita lo deseable que sería que las escuelas y los liceos contaran con un tiempo libre dispuesto para hacer lecturas extra didácticas: la hora de leer sin obligaciones, leer cualquier libro y así (pero eso es otro asunto).
Al margen de lo anterior, en lo estrictamente literario, pienso que el vínculo entre el lector y la lectura se sostendrá, fundamentalmente, por dos motivos: de un lado, por la fuerza del texto, su calidad literaria, su poder para mantener al lector atrapado en la ardua y placentera tarea de leer; del otro, en base a la formación y a los estímulos con los que cuente el lector antes de iniciar cualquier lectura. Lo primero le compete al escritor. Lo segundo también, pero ya no en tanto escritor, sino como una persona más, enredada en esto de la promoción de la lectura.

Cap comentari:

Publica un comentari a l'entrada